lunes, 23 de diciembre de 2013

¡La vida, la vida!

Propone: Miguel
Comenta: Víctor



Asistimos en esta película a diversas peripecias de diversos personajes cuyas cuitas se van sucediendo alternativamente, sin solución de continuidad. Hay un nexo común entre ellos: todos están emparentados y por ello las tribulaciones de cada cual les son precisamente familiares al resto. Esta "estructura" tiene sin duda precedentes y consecuentes, pero haría falta una cinefilia más sólida que la mía propia para rastrearlos. Puedo citar Magnolia, del año inmediatamente posterior o la más reciente Crash, donde el nexo consiste en que todos los personajes coincidirán en el espacio y en el tiempo en el momento fatal de un accidente de tráfico. 


Un problema concomitante a tal esquema es que de esta manera no es fácil desarrollar o mostrar determinados conflictos: la mirada, el foco, ha de ser más bien "objetivo", como de bitácora: a fulanito le acontece esto y aquello --y que pase el siguiente. Esta limitación se hace muy patente al presentar el personaje del psiquiatra padre de familia, que de sopetón, sin preparación alguna, se nos aparece casi inverosímilmente como un pederasta reprimido. Se puede objetar que precisamente se trata de eso, de mostrar cómo tras una fachada de normalidad discurren la frustración y las perversiones insatisfechas; pero lamentablemente en algún momento todo ello adquiere un desagradable tono de pastiche, que queda especialmente de manifiesto en la escena, pretendidamente dramática al extremo, de la conversación entre el padre condenado, o a punto de serlo, por su pederastia, y su hijo: cuando éste último le pregunta, entre lágrimas poco creíbles, si hipotéticamente podría ser, él también, objeto del amor de su padre.


Éste diálogo me parece por lo menos inverosímil; y así la película, en lugar de exposición sin concesiones, deviene un poco caricaturesca a ratos --tampoco muchos. ¿Pero exposición de qué, qué problemas tienen nuestros personajes, qué les aflige? Decía Djurna Barnes --según sus propias palabras la escritora desconocida más famosa del mundo-- que «el hombre vive entre la espantosa presión de la entrepierna y la tumba». Los personajes de "Happiness", más que una evanescente felicidad, persiguen la satisfacción en tanto que seres sexuados. Hay que apañárselas para alcanzar el objeto del deseo, que nunca es totalmente real: se producen sorpresas desagradables. Hay que buscar a alguien para joderlo. Sólo en la canción que canta Joy Jordan (Adams) se hace una prosopopeya explícita de la felicidad: "Felicidad, ¿dónde estás? Te he buscado tanto tiempo [...]" Pero la prosopopeya no deja de ser un recurso retórico, y recordemos que su canción empieza, "Parece que nunca he tenido las cosas que quería en mi vida / de modo que no es sorprendente que vivir sólo me deje tristeza". Así se inscribe, como diría quien yo me sé, la lógica de la falta. Siempre ha de faltar algo, es un hecho que no se lleva muy bien con nuestro narcisismo original. 


La película gana muchos puntos con actuaciones como la universalmente aclamada de Philip Seymour Hoffman, y también --para mí-- la de Jane Adams (hay que ser justos con sus respectivos y logrados papeles). A pesar de los problemas de guión del suyo, el niño (Justin Elvin) también da la talla. A él se le reserva el final de la película y uno de sus mejores momentos, cuando finalmente, desde la terraza del piso donde está reunida la familia, se queda mirando a una vecina que se dispone a tomar el sol en "topless" junto a la piscina comunitaria, y digamos que actúa en consecuencia. Es entonces cuando logra "correrse" por primera vez, imposibilidad hasta ese momento que era motivo de preocupación para él. Tanto le alegra el acontecimiento que irrumpe en la reunión familiar junto a la mesa para declararlo, en otro momento poco plausible pero eficaz; y que me sirve para, de forma muy poco ideológica, introducir otra cita tan contundente al menos como la anterior, esta vez una exclamación del inolvidable autor de Bouvard et Pécuchet, y que creo que vale por toda la película: «¡La vida, la vida! ¡Erecciones!» 

viernes, 20 de diciembre de 2013

La soledad del artista

Propone: Víctor
Comenta: Rubén


La soledad del escultor ante el bloque entero de mármol, la soledad del escritor ante el folio en blanco, la soledad del pintor ante el lienzo vacío... Todos los artistas se enfrentan en solitario ante su futura obra pero sólo uno ha sido tan generoso de mostrar al público profano, y al no tan profano también, su proceso creador. Y este genio desinteresado no es otro que el pintor hiperrealista Antonio López, quien se puso a las órdenes del director Víctor Erice en El sol del membrillo allá por el año 1992 para indicarnos durante más de dos horas cómo se pinta un cuadro.


Y el caso es que comentando el filme con mi amigo Jorge Villalba, otro gran pintor hiperrealista (http://www.jorge-villalba.com os dejo el enlace por si queréis ver su obra), me contó que todos los pasos que se nos muestran en la cinta son los que se siguen: trazar las diagonales, marcar en el suelo la posición de los pies, indicar las distancias, realizar las marcas en los objetos, medir el lienzo... todo es tal cual aparece. Quizás os asombre mi sorpresa, pero debo confesar que soy un lego en la pintura. Y aunque siga los mismos pasos que mi amigo Jorge, o los que sigue Antonio López, que no es mi amigo, no conseguiré nunca hacer un buen cuadro. ¡Pero si de pequeño me salía de las líneas en los libros para colorear!

En esta película con trazas de documental autobiográfico por lo que no sé muy bien si llamarla así o documental biográfico o docudrama, el protagonista, el propio Antonio López, intenta pintar un cuadro de un membrillero que tiene en el jardín de su casa, arbolillo que él mismo plantó. Y esta tarea en apariencia tan sencilla se vuelve titánica pues el paso del tiempo es inflexible para con todas las cosas, ya seas membrillo o persona; el Sol ilumina de manera desigual con el paso de los días el objeto de estudio, los tonos cambian, los frutos maduran, las hojas caen e incluso nosotros acabaremos sumidos en el sueño de los justos cuando llegue nuestro momento, tal vez incluso antes de finalizar nuestras obras. Y el ciclo de pintura se repetirá año tras año con la llegada del otoño, la estación de la melancolía, la etapa que anuncia el invierno y, por ende, el fin.


Precisamente, la estética de la película tiene una atmósfera melancólica de días anodinos y grises salpicada de momentos cómicos con la presencia de un pintor amigo de Antonio, Enrique Gran (interpretado por él mismo), un antiguo compañero de clase que se acerca a visitarlo, que a modo de Yang anima el Yin de nuestro pintor contemporáneo. Se cuela en el estudio de Antonio un torbellino de locuacidad, risueño y alegre que aporta una dosis de vitalidad entre tarta y refrescos de cola como si de un cumpleaños infantil se tratase. ¡Ah, la infancia! Periodo de la vida que contrasta con el otoño de la misma, la energía desbordante, la espontaneidad, todo el tiempo del mundo sin que ningún fruto, ya maduro por el paso del tiempo, caiga desde el árbol del que pende y ponga fin a su efímera existencia.



Con El sol del membrillo puedes aprender técnicas de pintura hiperrealista, pero también te hará reflexionar sobre el paso del tiempo, ya se sabe: tempus fugit; incluso te abrirá una ventana a ese tiempo perdido irrecuperable del tipo collige, virgo, rosas porque después del otoño, ya no habrá frutos que recoger, por muy tardíamente que maduren los membrillos. 




miércoles, 18 de diciembre de 2013

Un director comprometido

Propone: Virginia
Comenta: José Antonio





Hubo un tiempo en que, como algunos les gusta decir ahora, los franceses vivieron por encima de sus posibilidades. A muchos tertulianos se les llenaba la boca diciendo que el país tenía un gasto soclal desorbitado y empezaron a aplaudir los dichosos recortes, que ahora sufrimos aquí en nuestras propias carnes. Estamos hablando de finales de los 90 y principios del siglo XXI en el vecino país galo. De cómo afectaban estos recortes a las clases más desfavorecidas es de lo que nos hablaba la película que nos trajo Virginia al cineclub, "Hoy empieza todo" de Betrand Tavernier. Tavernier es un director comprometido con las causas sociales, cuyas denuncias en la gran pantala han llegado a provocar reformas legislativas en ese país.  Un mérito que en España supondría que los de la caspa te acusaran de ser de «los de la ceja».





La película nos cuenta la historia del director de un colegio público en un barrio marginal de un pueblo francés que un día se encuentra con que la madre de una alumna llega borracha al centro, donde sufre un colapso y deja allí a su bebé y su hija de cinco años. El sentido común dice que lo lógico en estas situaciones es tratar de ayudar, no ya porque es tu trabajo, sino por humanidad. Asistimos a cómo el sufrido director se va dando contra un muro, encontrándose con un muro formado por funcionarios que no quieren más problemas. Los recursos de la Administración son los que son y si no hay, pues no es su problema. Mientras tanto, Tavernier nos muestra al político de turno sentado en su despacho, aplicando recortes, ignorando que para lo que él son porcentajes, es algo que tiene repercusiones directas en personas concretas.  Y todo sin renunciar al coche oficial. Y representante de un partido de izquierdas para más inri. El director acaba convertido más en un asistente social que en personal docente. Es uno de estos pequeños héroes cotidianos que intentan poner su granito de arena para intentar que el mundo sea un lugar mejor. El director nos muestra una mirada hacia todos aquellos que tienen que lidiar día a día contra la miseria y se convierten en una molestia cuando ponen el dedo sobre las carencias del sistema. Otros desde su atalaya proclaman solemnemente que el Estado de Bienestar está acabado. Seguramente, aquellos que lo hacen, ni siquiera han visto esta película y es posible que no sólo no se hayan planteado verla, sino que ni siquiera sepan que exista. Pero la película es toda una referencia entre educadores sociales.



Podéis ver la película completa en Youtube

jueves, 5 de diciembre de 2013

La guerra desde el otro lado

Propone: José Antonio
Comenta: Rubén




Los estadounidenses tienen la virtud de aparecer como victoriosos hasta en sus fracasos a través del cine. Casi siempre, además, la focalización recae en el bando ganador si son ellos; al fin y al cabo, ellos mismos producen, escriben y ruedan sus películas. Pero cuando se trata de narrar su Guerra de Secesión no siempre es así, en este acontecimiento histórico, el estado de la cuestión ya está más nivelado aunque reconozco que no he hecho un estudio fiable para comprobar si hay más películas desde la perspectiva del Norte que desde la del Sur. Y aunque ganó el Norte, como es harto sabido, Lo que el viento se llevó narra la guerra desde el bando sureño, por ejemplo, y también nos situamos en los estados meridionales en El maquinista de la General, una obra cumbre de Buster Keaton, rodada en 1927, dirigida, producida, escrita y protagonizada por él y que ha llegado a ser una de esas películas calificadas “de culto”.

El maquinista de la General cuenta un episodio real de la Guerra Civil o de Secesión estadounidense: un parte del ejército unionista disfrazado de sureños decide robar la General, por cierto, que la General es una máquina de vapor de la Western And Atlantic Rail Road, para unirse en Chattanooga con el resto de su ejército. En la película, el maquinista, nuestro protagonista Johnny, decide alistarse en el Ejército del Sur o Confederado por amor a su amada, quien le pide que se enrole como su padre y hermanos, pero no lo aceptan al considerarlo más necesario en retaguardia por sus conocimientos. Este hecho hace que su novia, Annabelle, se enfade con él y lo considere un cobarde.


Al año siguiente, Annabelle tiene que ir a ver a su padre, monta en el tren de la General, sin hablarse todavía con Johnny, y es en ese viaje cuando los norteños roban la máquina. Desde este momento, los esfuerzos de Johnny se centrarán en recuperar a su amada General y el amor de su otra amada y aquí comienza todo un desfile de situaciones divertidas mientras Johnny persigue a los Unionistas; destaca el episodio del cañón, por ejemplo.



La película supuso un hito en varios aspectos, llegando a ser casi una verdadera superproducción de su época: No intervinieron dobles y Buster Keaton rodó todas las escenas. Es capaz de tirar una máquina al río, valorada en un millón setecientos mil dólares de la época para dar realismo, y esto contrasta con la inexpresividad del actor, llamado Pamplinas en España por esta característica suya de cara de palo.

Quisiera para finalizar este comentario llamar la atención sobre el embrujo que los ferrocarriles tienen en el séptimo arte. Desde aquel Tren llegando a la estación de los hermanos Lumière, o la famosa frase de los hermanos Marx: “Es la guerra, traed madera” en Los hermanos Marx en el Oeste, por no mencionar Extraños en un tren o Asesinato en el Orient Express muchas han sido las películas que ha tenido alguna escena memorable sobre raíles.



lunes, 2 de diciembre de 2013

Independencia anodina

Propone: Manuel
Comenta: José Antonio


En tiempos pretéritos del Golfa, Manuel tuvo a bien traernos una pequeña peli independiente norteamericana con estrellas de renombre en su cartel. Hablamos de "Two Lovers" dirigida por James Gray y con Joaquín Phoenix y Gwyneth Paltrow como protagonistas. Gray, que hasta ahora frecuentaba más el género de cine negro, nos ofrece una peli romántica y de superación personal. Dicen que está inspirado en la novela Noches Blancas de Dostoiesvsky pero, leyendo el argumento del libro, me parece a mi que es una versión bastante libre.